El cielo estaba encapotado.
No había ni un alma encerrada en semejante cenefa, ni un grito al cielo se alzó entre las penumbras de esa cocina, pero él estaba ahí.
Sin sufrimiento en su interior, destrozado ya por las máquinas y el propio hombre, con un poco de orégano por encima y con la salsa picante al lado. El cerdo estaba casi listo para ser devorado.
Era un cerdo relleno con ciruelas y nadie se acordaba de su nombre. Pereció en el mismo olvido en el que un día perecerá nuestro epitafio bajo el pasar del tiempo y la incansable madre naturaleza.
Le gustaba darse con el fango en las pezuñas y jamás tuvo un orgasmo menor a 32 minutos, cuando lo normal para su especie es quitarle el último par. Mas sin hijos pereció un día que gran tormenta formábase.
Es él, es un cerdo relleno con ciruelas y el cielo estaba encapotado. Toda la familia lo acompañó con casera, menos la abuela que echó mano del bitter kas.
K.