Yo soy ateo. ¿Que por qué lo soy? Podría decir que porque sí, ya que realmente uno no necesitaría de razones para no creer en leyendas que no se basan en ningún razonamiento lógico más que la fe ciega; no obstante, como gran parte de la gente tiene alguna creecia religiosa, hay que tener ciertos motivos para apartarse de ello y reafirmarse mentalmente.
Antes que nada deseo explicar qué es el ateísmo. Ser ateo significa principalmente no creer en ningún ser o historia mitológica incluídos en cualquier cultura religiosa. En consecuencia y por compartir la misma esencia, también significa no aceptar la existencia de fantasmas, espíritus o fuerzas sobrenaturales, estando estos incluídos generalmente en la cultura popular y las leyendas urbanas.
Una metáfora sobre el ateísmo podría ser la siguiente: ser ateo es como la muerte. Si estás muerto, no existes y por ende no se puede hablar de ti como entidad. Así pues, ser ateo no es como tal una forma de pensar, sino más bien la ausencia de necesidad de cavilar sobre cosas sin fundamento.
Es como la hoja de papel sobre la cual nunca se derramó tinta. La tinta no existe, no se expande, no llena tu mente. Simplemente, no está.
Yo, como todo ser humano y bestia sobre la faz de la tierra, nací pues ateo. Fue en mis años de crianza cuando, estando en el seno de una familia católica, mis padres comenzaron a instruirme en su liturgia: la religión católica.
La verdad es que por aquel entonces mi mente no daba muchas vueltas. Me limitaba a escuchar lo que me decían y a aceptarlo como válido; santa inocencia. Además, con todas las historias que había escuchado sobre Los Reyes Magos, Papá Noel, Ratoncito Pérez y otros, lo cierto es que el cuento de un hombre sentado en los cielos que nos había creado a todos y a todo, tampoco me parecía tan inverosímil. Eso sí, notaba que se le estaba dando demasiado énfasis al asunto, hasta un punto anormal al que no llegaban las otras historias.
Yo antes que ateo fui agnóstico. ¿Y cómo di el paso de creyente a agnóstico? Bueno, dicen que gato escaldado al agua le tiene miedo, y eso es básicamente lo que me ocurrió: perdí la anteriormente mencionada santa inocencia. Resulta que a lo largo de mis años fui acumulando incongruencias que surgían en mi mente alrededor de las historias que me iban explicando.
Todos los padres llegan a un momento en el que no les queda más remedio que contarles a sus hijos que los tres señores barbudos que traen regalos no existen en realidad. A mí eso me tocó muy pronto, en torno a los cinco años, cuando les solté de golpe todas esas incoherencias que había encontrado y ellos no tuvieron otra opción que relatarme la verdad.
Aquí estamos en una situación en la que se matan bastante pájaros de un tiro, porque esa verdad aniquiló por completo todas las otras mentiras. Vi que todas las historias contadas poseían los mismos pilares fundamentales: tienes que creer ciegamente, no puedes exigir pruebas, tienes que hacer lo que te dicen y entonces tendrás tu recompensa (o castigo en caso de incumplimiento). En el caso de los Reyes Magos si crees en ellos, te portas bien y les haces caso tus papás, te traerán muchos regalos y, si no, te traerán carbón. En el caso de Dios, si crees en él, te portas bien y haces caso a todo lo que dice su libro sagrado, irás al cielo. En caso contrario arderás eternamente en las llamas del infierno. Vamos, lo mismo, así que analizando un poco descarté todas esas ideas.
En ese momento yo simplemente era agnóstico y no creía en los cuentos de hadas que oía, aunque no negaba rotundamente tampoco la existencia de algo; una fuerza, un ser supremo o lo que fuera.
Y después yo fui ateo. ¿Y cómo di el paso de agnóstico a ateo?
Sucedió cuando empecé la educación primaria, que en España es a los seis años, y más tarde, obligado por mis progenitores, las clases de catequesis.
Durante mi educación primaria fui aprendiendo sobre diferentes culturas, diferentes formas de pensar así como avances científicos y tecnológicos que dieron explicación a muchas de las incógnitas que padecía la humanidad desde el principio de los tiempos. Fíjate que los diluvios no eran causados porque un dios estuviera irritado. Ni los terremotos. El sol y la luna eran astros, entre otro tantos que se observan en el cosmos, y no dioses a los que adorar. Y así podemos seguir con un largo etcétera.
Mala suerte tuve, porque resulta que en el colegio donde estudiaba también había clases de religión, y aunque eran optativas por supuesto a mí no me era permitido elegir nada y todo pasaba a cargo de mis tutores legales. Así que, a tragárselas sin rechistar, que a quien no quiere un plato se le dan dos.
Algo que me enfadó sobremanera es la falta de consideración y de respeto hacia otras religiones. Lo cierto es que me tocó bastante la moral ya que encima la profesora resultó ser una patética xenofóbica, siendo esto poco raro si se siguen las pautas bíblicas al pie de la letra (literatura miles de años anterior a nuestra época, con una moralidad muy distinta).
Considerando el por qué de la existencia de las religiones, ya con la experiencia y la madurez de unos ocho o nueve años, vi que simplemente estaban allí para saciar un mero vacío existencial. Para atribuir a seres místicos todo aquellos desconocido y para apaciguar un poco ese miedo exorbitante que le tenemos a la muerte.
A partir de ahí dejé totalmente atrás cualquier creencia y me dediqué a reflexionar sobre otra cuestiones que todavía al día de hoy y por siempre me seguirán dando dolores de cabeza. Poco a poco la humanidad va avanzando y llegará un momento de plenitud en el que nuestra autoestima real (y no el falso egocentrismo que padecen muchos) nos permita prescindir de falsas mitologías y confiar totalmente en nuestras capacidades para resolver cualquier problema o duda que nos corroa por dentro.
Esta es mi experiencia y las razones de por qué pienso como pienso. Únicamente quería compartirla.
Un saludo.