Albert Arjona se paga el máster con un negocio casero. Imprime ecografías de embarazos con su impresora 3D. “Sesenta euros con IVA y portes incluidos”, dice el barcelonés.
Desde que en 1995 a los estudiantes del MIT Tim Anderson y Jim Bredt se les ocurriera destripar una impresora para sustituir la inyección de tinta por un polvillo, las impresoras 3D han saltado de la gran industria al entorno doméstico. No es aún lo habitual, pero pronto lo será. La acelerada caída de sus costes, a una velocidad que no conocieron el ordenador ni la impresora láser, hace prever que en una década la impresora 3D será tan popular en los hogares como lo es hoy la convencional. Mientras tanto, la industria farmacéutica y médica aplica las impresoras 3D para sus investigaciones. También despachos de profesionales la incorporan para abaratar costes o ganar tiempo en sus proyectos.
Gracias a la inyección de plástico líquido o polvo de arena, de una de estas impresoras salen prótesis dentales o utensilios para el hogar pero, a diferencia de la impresora convencional, su tamaño es fundamental. Un parachoques, por ejemplo, no podrá salir de una impresora del tamaño de un microondas. Hay que construirlas a medida, al menos para la industria.
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