“Buenos días, mi nombre es Giselle y estoy aquí para ayudarle ¿en qué puedo servirle?” La voz al otro lado de la línea suena monótona y no desborda precisamente entusiasmo, como de alguien que lleva repitiendo la misma cantinela toda la mañana. “Desearía dar de baja la línea”. Silencio. Tras un aburrido procedimiento en el que se nos piden todos los datos personales, por fin escuchamos al otro un esperanzador “de acuerdo, le paso con el departamento de bajas”.
El cliente acaba de meterse sin saberlo en la boca del lobo y es posible que no sea consciente en ese punto que su sencillo trámite esté todavía muy lejos en el horizonte de procesarse. Música de fondo. Dos minutos, tres… cinco. ¿Cuánto tiempo hay que esperar? Y cuando ya estábamos resueltos a aguantar lo que hiciera falta, de repente, la llamada se corta de forma inesperada.
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