La mesa estaba reservada para las 13:30 horas y el restaurante estaba atestado. Uno llegaba acompañado y con ganas de probar aquel restaurante del que tan bien le habían hablado, pero aquello no parecía que iba a ser cosa de coser y cantar. Tras unos segundos en mitad del comedor que resultaron interminables, por fin la mesa estaba lista. Los camareros corrían de un lado a otro con urgencia pero al menos la mesa estaba asegurada. Pasaban los minutos y uno estaba mano sobre mano sin una miserable carta en la que poder entretenerse para decidir qué se iba a comer.
La espera resultó interminable pero por fin, tras unas merecidas disculpas, la carta cayó sobre la mesa y llegó la hora de bucear entre las exquisiteces. Con todo ya decidido, la ansiedad era ya patente en la mesa: los camareros se apresuraban por el local pero ninguno parecía tener en cuenta que en una mesa, los comensales esperaban ansiosos. Se trata de un mal asumido: cuando uno franquea la puerta de un restaurante sabe que la espera es impredecible.
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