La reunión empezó puntual a las 9 de la mañana. Caras de sueño, miradas que se cruzaban de soslayo, y resoplidos que sonaban a resignación. El jefe dio enérgicamente los buenos días a los asistentes y encendió el proyector. Ahí estaba, el temido PowerPoint acechante con una batería de casi cien diapositivas esperando a devorar la paciencia de uno.
Y comenzó el pequeño circo al que nos hemos habituado a asistir en la mayor parte de los trabajos: una audiencia atenta a una pantalla que desglosa con más o menos gracia el contenido de lo que se está exponiendo. Es tal la costumbre que de repente nos invade una incómoda somnolencia: es el efecto de la anestesia del PowerPoint que hemos cultivado a golpe de soporíferas reuniones.
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