A todos nos ha pasado. Un momento de calentón, unos minutos de agobio, o simplemente un mal día y ¡zas! pulsamos el botón "enviar" en el programa de correo. La misiva-bomba llega cargada de ese componente de emocional que involuntariamente hemos impregnado a nuestro simple e-mail y espera, acechante, en la bandeja de entrada del destinatario.
Para nosotros, la mañana transcurre normal y el día súbitamente mejora: ese cliente que no terminaba de decidirse aprueba finalmente el presupuesto o nuestro equipo pasa de fase en la Champions. Cualquier cosa vale para inclinar la endeble balanza de nuestro ánimo en un sentido u otro. Pero el e-mail que ya hemos olvidado sigue esperando a ser abierto. Y llega el momento.
Nuestro destinatario hace clic sobre esa bomba de relojería y se encuentra con unas breves líneas cargadas de resentimiento, sin ser necesariamente ofensivas, pero que dejan claro el mal rollo del que las ha escrito. La cabeza del receptor se dispara: "¿qué le pasa a este tío?", "claro, seguro que es porque el otro día tardé en responderle", "ya decía yo que tenía pinta de engreído"... el pequeño saboteador que tenemos sobre nuestros hombros hace el resto.
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