El escritor francés Emmanuel Carrère revive en El adversario la historia de un falso médico de la OMS que en 1993, justo antes de ser descubierto, prefirió matar a su mujer, sus hijos y sus padres para no tener que disculparse con ellos. El caso, que generó una enorme expectación mediática, terminó con la condena a cadena perpetua del asesino múltiple. En un pasaje de la obra, Carrère recoge el dictamen de un psiquiatra que acaba de visitarle en su celda: “Si no estuviese en la cárcel, ¡ya habría pasado por el programa de Mireille Dumas!”, un show semanal que por aquel entonces se emitía en la televisión francesa.
El pequeño Nicolás no ha matado a nadie. Sólo ha puesto encima de la mesa las miserias del sistema político y de la propia sociedad española, que anda ávida de héroes a los que ensalzar para luego derribarlos desde una altura suficiente. Y como el chico además no estaba en la cárcel, sino en un arresto domiciliario impuesto por sus abogados, decidió pasearse este fin de semana por algunos medios -como adivinó el psiquiatra de Carrère- para volver a ingresar dinero en su maltrecha cuenta corriente y seguir alimentando su farsa.
El engaño del pequeño Nicolás es en realidad más sencillo y natural de lo que parece. Las relaciones personales son decisivas en la política española y puede que el único factor. Ana Botella no se convirtió en alcaldesa de Madrid por tener un Máster en Harvard, por ejemplo. Y Andrea Fabra no es diputada del PP de Castellón por un sueño místico. En otros casos, ni siquiera hace falta un parentesco. Basta con una buena amistad. Zapatero convirtió a dirigentes del PSOE en ministros porque le caían simpáticos. Y Rajoy hizo lo mismo cuando llegó a La Moncloa. El fenómeno se da también en las patronales, los sindicatos, las empresas y hasta en las directivas de los clubes de fútbol. Al menos en este sentido, no hay mucha diferencia entre nuestro modelo y la mafia.
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