El Dr. Edmundo Chirinos... "Sangre en el Diván"
Mario Vargas Llosa
Por su prontuario, su narcisismo, sus delirios y sus crímenes parece un hombre inventado, pero el doctor Edmundo Chirinos existió y los españoles que van al teatro acaban de comprobarlo viendo en escena el espectáculo Sangre en el diván que dirige y protagoniza el director y actor venezolano Héctor Manrique.
En el monólogo de hora y media que mantiene al público sobrecogido y medio ahogado por las carcajadas, el propio doctor Chirinos nos cuenta su odisea: fue siquiatra, rector de la Universidad Central de Venezuela, miembro de su Asamblea Constituyente, candidato a la presidencia lanzado por el Partido Comunista, y tuvo entre sus pacientes nada menos que a tres presidentes de la república: Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y el comandante Hugo Chávez. Hombre influyente y poderoso, por su consultorio pasaron miles de pacientes, de los que abusó con frecuencia e incluso asesinó, como a la estudiante Roxana Vargas, un crimen por el que estuvo en la cárcel sus últimos años de vida.
Lo más extraordinario del espectáculo tal vez no sea la espléndida recreación que hace de semejante personaje Héctor Manrique, vistiéndose y desvistiéndose, cantando, bailando y delirando sin tregua, exhibiendo su egolatría y desmesura hasta extremos descabellados, sino que todo aquello que dice el doctor Chirinos en el escenario lo dijo de verdad a una periodista, Ibéyise Pacheco, que lo grabó y publicó luego en un libro que lleva el mismo título de la obra de teatro, adaptada y dirigida por el propio Héctor Manrique.
A Héctor lo conocí hace ya una punta de años, en Caracas, porque dirigió una obra mía, Al pie del Támesis —un bello montaje, diré al pasar—, que llevó luego a Colombia. El comandante Chávez solo comenzaba la obra de demolición de una Venezuela cuya vida cultural fosforecía aún por su diversidad y riqueza. No sólo el teatro, también la danza, la pintura, la música y la literatura. Pero el país vivía un peligroso encandilamiento con el militar golpista, cuyo levantamiento contra el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez había sido reprimido por un Ejército leal a las leyes y a la Constitución. Como es sabido, el comandante sedicioso, en vez de ser juzgado, fue indultado por el presidente Rafael Caldera y se convirtió al poco tiempo en un líder popular que arrasó en las elecciones.
A mí me costaba trabajo entenderlo. ¿Cómo un país que había sufrido dictaduras tan feroces en el pasado y que había luchado con tanta hidalguía contra el régimen espurio de un Marcos Pérez Jiménez podía caer rendido ante la demagogia de un nuevo caudillito matonesco, inculto y mal hablado? Con una excepción, sin embargo: los intelectuales. Ellos fueron mucho más lúcidos que sus compatriotas. Con pocas excepciones —apenas cabrían en una mano—, se mantuvieron en la oposición o al menos guardando una distancia prudente, sin participar en el embelesamiento colectivo, en la absurda creencia, tantas veces desmentida por la historia, de que un ‘hombre fuerte’ podía resolver todos los problemas sin los enredos burocráticos de la inepta democracia.
La Venezuela de aquellos años, con sus grandes exposiciones, sus festivales internacionales de música y de teatro, con sus editoriales flamantes, sus museos y sus encuentros y congresos que atraían a Caracas a los pensadores, escritores y artistas más celebrados en el mundo, ahora está muerta y enterrada. Y tardará muchos años e ingentes esfuerzos resucitarla.
Los discursos que regurgita ante el público en Sangre en el diván el delictuoso doctor Edmundo Chirinos se parecen mucho a los del comandante Chávez, volcando una lluvia de injurias contra la morosa y corrupta democracia y prometiendo el paraíso inmediato a sus creyentes. A los venezolanos que le creyeron les ha ido tan mal como a los encandilados pacientes del psiquiatra que terminaban dejando su sangre en el diván. Muchos de ellos comen ahora sólo lo que encuentran en las basuras.
La obra que interpreta Héctor Manrique no ha sido prohibida en Venezuela —por el contrario, lleva cuatro años en cartelera y muchas decenas de miles de espectadores—, acaso porque los censores son menos perceptivos que lo que exigiría su triste oficio, y, también, porque, a primera v