La preocupación sobre la protección de nuestros datos tiene fundamento, pero quien nos puede proteger de un uso malévolo es también el algoritmo
Un algoritmo decide las propuestas que Google te ofrece ante una búsqueda, sabiendo por la experiencia anterior qué te interesa realmente; otro selecciona las entradas que aparecen en tu muro de Facebook y te silencia otras y te sugiere posibles amistades; un tercero te recomienda libros, música y productos en cuanto te asomas a la web de Amazon. Tripadvisor sabe qué tipo de vacaciones te gustan, e-dreams a dónde sueles viajar y el corrector automático te cambia lo que escribes porque a veces sabe bien lo que quieres decir, y tu asistente personal te recuerda que hace días que no llamas a tu madre. Todo eso, y todo lo demás, lo gobierna su majestad el algoritmo.
Esta ubicua palabra, que nació como un reconocimiento del matemático árabe Al-Khwarizmi, cuya obra llegó a Occidente a través de España, también evoca una amenaza. En la era de la información, cada vez somos más conscientes de la importancia de proteger nuestros datos. Con cierta frecuencia, los medios de comunicación nos cuentan algunos usos perversos de la información que acumulamos a través de las tecnologías de la información y sus herramientas. Los algoritmos gobiernan los programas de ordenador, los buscadores y las redes sociales, las apps del smartphone y las bases de datos donde nos tienen fichados. Sospechamos que con el algoritmo en la mano nos mantienen bajo estrecha vigilancia anónimos centros de poder, hasta el punto de conocernos mejor que nosotros mismos. La preocupación tiene fundamento, pero quien nos puede proteger de este uso malévolo es también el algoritmo.
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