M.J. tiene 14 años y vive un pueblo de la provincia de Girona. Le encantan los gatos y pasear en bici. Como cualquier chica de su edad va al instituto (donde le ponen demasiados deberes, según ella) y está en permanente comunicación con sus amigos vía WhatsApp.
De hecho, en términos tecnológicos, podría decirse que M.J. es una millennial en toda regla: es seguidora de youtubers como Auronplay, Vegetta777 o Wismischu; nunca ha oído hablar del Messenger (el de Microsoft, claro, no el de Facebook); y nunca ha entrado en una sala pública de chat con gente desconocida. Por eso se me ocurrió que sería la candidata perfecta para probar el IRC unos días... y ver qué pasaba.
Debería explicar primero, quizás, que yo en su día estuve muy enganchada al IRC. Enganchadísima. Vicio nivel "me salto todas las clases y me paso la tarde en la sala de ordenadores de la facultad" (lo siento, mamá). En aquella época conectábamos con lo que hubiera disponible: desde Macs II hasta viejos terminales IBM de fósforo naranja, donde todo funcionaba mediante línea de comandos.
Después de años sin entrar, he vuelto a hacerlo en las últimas semanas para chatear con M.J. y preparar este texto. Y me ha sorprendido descubrir varias cosas: primero, que el IRC sigue vivo. De hecho lo comenté en Twitter, y mucha gente se sorprendió también. Segundo, que está lleno de gente, o al menos hay más gente de la que yo esperaba. Y tercero, que algunas cosas nunca cambian: sigue habiendo canales de buen rollo, donde mantener una conversación, y sigue habiendo muchos salidos, que te abren un privado con comentarios de mal gusto a la mínima. Y ahí fue donde se me ocurrió meter a M.J.
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